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domingo, 30 de noviembre de 2014

#Bibliotecas (II): National Library of Scotland. Edimburgo, capital de la España exiliada

  El éxodo de jóvenes (y no tan jóvenes) españoles para encontrar el trabajo que las atroces políticas económicas de sus (des)gobernantes les niegan es, sin duda alguna, uno de los temas más importantes en la sociedad española de comienzos del siglo XXI, motivo de su abrumadora presencia en prensa, radio, televisión e Internet. Iniciativas como el reciente blog Desde todas partes (que enlazo aquí por haber aparecido en un medio de comunicación en contra del obsceno canon AEDE del que hablé en la anterior entrada), solo son la parte mínima dedicada a darle publicidad a este problema que amenaza con hacer de España un país empobrecido hasta límites que yo personalmente jamás pensé que vería con mis propios ojos. La lacra del desempleo afecta a todos los niveles, y al contrario de lo que contaminan voceros y paniaguados del régimen, no hay asomo de solución ni luz al final del túnel ni brotes verdes que no sean, al decir manriqueño, sino verduras de las eras


   El desempleo afecta a todos por igual, tal como indica este riguroso estudio estadístico; bueno, mejor dicho, afecta más a las mujeres que a los hombres (el tan clásico como repugnante desequilibrio machista de esas sociedades supuestamente modernas occidentales) pero también a mano de obra sin cualificar como cualificada. No hago distingos personales entre unos y otros: es lamentable en los dos casos, pues debería de haber trabajo para el humilde jornalero y para el doctor experto, pues la aportación de ambos es de igual forma vital para la sociedad. Sin embargo, precisamente el hecho de que la mano de obra titulada y con estudios no encuentre salida laboral adecuada es, sin más análisis, el causante de esta inmensa crisis que se percibe
en España a través de las diferentes mareas de protesta y de los movimientos sociales y políticos emanados del 15M. Y, por supuesto, es asimismo el motivo del efervescente ascenso de formaciones como Podemos, que están sabiendo canalizar mejor este abrumador desasogiego vital de la sociedad en general que la ignorancia (cuando no desprecio) del común mostrado desde siempre los ahora repentinamente más envejecidos que nunca partidos políticos de sesgo burgués.

  La relación entre este descontento y la ausencia de trabajos cualificados creo que la ha explicado Daniel Bernabé de manera inmejorable en este artículo. Me identifico con esta descripción porque, al igual que él, yo también soy otro niño del extrarradio de Madrid criado en el seno de 
esa generación de trabajadores incansables que eran hijos de campesinos que acabaron en la gran ciudad buscando un futuro mejor. Cómo en la bendita transición se les dijo que se olvidaran de esas aventuras de la revolución, que ellos, a lo mejor, podían estar apretando tornillos toda su vida, pero que sus hijos tendrían un porvenir, una carrera. Podrían ser médicos, abogados, lo que quisieran. Y ya ven los resultados del acuerdo.
    La farsa en que ha derivado esta situación roza el esperpento. Como tantos casos, al final de nuestros estudios, que tanto esfuerzo costaron a nuestras familias, no había más que la precariedad, la nada, o el exilio. La consiguiente desilusión queda sintetizada de manera extraordinaria en esta pancarta que he visto en alguna de las manifestaciones populares de los últimos años.


   Siempre que sale este tipo de conversación con mis amigos y familiares, insisto en que la emigración forzosa no es de ahora, es un proceso que abarca todo el siglo XX y que hunde sus raíces mucho más atrás. La emigración por motivos políticos al final de la Guerra Civil es la más conocida y sobre ella se han escrito decenas de estudios. El motivo de aquel exilio es sin duda vituperable y contribuye, incluso en la actualidad, a ennegrecer nuestro futuro. Pero, al mismo tiempo, la masiva huída de españoles por razones políticas ha ensombrecido la de todos aquellos que, en los años de hierro del franquismo, tuvieron que hacer lo mismo por motivos más prosaicos: ganarse la vida por una idéntica a la actual falta de empleo en aquella España dictatorial exprimida al máximo por el bando vencedor. La mitad de mi familia, sin ir más lejos, tuvo que emigrar a Francia, Alemania y Bélgica, y no por razones políticas, sino económicas: los barones y empresarios franquistas se forraban a costa de matarlos de hambre y hacerlos trabajar como animales, que es exactamente el clima que retrata de forma impecable la deliciosa película de Carlos Iglesias, Un franco, 14 pesetas. Más tarde, la Transición de la timocracia bipartidista fue solo un espejismo útil mientras que los terroristas financieros de siempre pudieron especular antes de la llegada de la unión monetaria a Europa. Tras ello, de vuelta al déficit estructural de la economía española: no crear más que codicia y usura con unas políticas empresariales obsoletas que solo premian la acumulación patrimonial, la ocultación de monetario y la evasión de impuestos. La crisis global del capitalismo solo ha agravado y multiplicado los perniciosos efectos de este mal que no es de ninguna manera coyuntural en nuestro país, sino estructural. Por lo tanto, en España no hay una fuga de cerebros; es una fuga de estómagos, cualificados si se quiere, pero los portadores de tales cualificaciones seguimos llevando nuestros estómagos a otra parte por la misma razón que hace cien años: para poder llenarlos de alimentos. No se emigra porque se gane MÁS dinero, sino que se emigra porque es la única posibilidad de ganar ALGO de dinero. Yo mismo tuve que hacerlo en 2002, poco después de que aquel hablistán del bigotito autoritario pero no totalitario se ufanase de que España iba bien. Y, tras un breve regreso, no me quedó más remedio que emigrar de nuevo en 2005, cuando según la otra marionetilla milagrera cejicurva estábamos a punto de entrar en la chanpionlij de la economía. De la barbuda vergüenza posterior surgida de las babas y de los hilillos no hablemos más, mejor lo dejamos aquí.

  En resumidas cuentas, cada día los medios se ven salpicados de noticias como la de que un equipo puntero de la investigación contra el cáncer se va a ver mermado porque la mitad de sus miembros engrosará las filas del paro. Y lo peor es que la solución está lejos, lejísimos, casi tanto como la distancia que hay entre la vana palabrería de este señor con corona, que dice estar preocupado porque España no se puede permitir la fuga de jóvenes talentos, y la historia real (multiplicada por decenas en la actualidad) de esta joven científica talentosa, que atiende al nombre de Nuria Martí Gutiérrez y que fue despedida por un ERE del centro de estudios científicos que lleva el nombre del preocupadísimo señor pre-coronado.



  También en estos días he tenido conocimiento de la última incursión cinematográfica de Icíar Bollaín, dedicada precisamente a este mismo asunto: el forzoso exilio de jóvenes españoles. Reconozco que soy poco cinéfilo en general, aunque trabajar con medios audiovisuales para mis clases me ha hecho algo más aficionado al Séptimo Arte en los últimos años de lo que lo era antes. Y ella ha desempeñado un papel favorable en este gusto mío por el cine, pues todos sus trabajos detrás de la cámara me parecen estimulantes en grado sumo, al estar totalmente al margen de la burda pretenciosidad narcisística-gafapasta que tanto gusta en las butacas patrias, y por supuesto lejos de la chabacanería del género estrella aunque oculto del cine español: la comedia involuntaria. El encanto cultural y visual de su cine me ha parecido muy notable, muy por encima de la media, tanto en los filmes que me han gustado muchísimo (Te doy mis ojos, por ejemplo, que me parece una auténtica obra maestra) como en los que me han gustado bastante menos, a saber, También la lluvia o Katmandú. El documental de próximo estreno se titula En tierra extraña y, desde luego, el avance (desterremos, por favor, el absurdo anglicismo trailer) hecho para promocionar la obra promete emotividad, realismo y compromiso político a partes iguales.


  También he visto esta entrevista para Otra Vuelta de Tuerka (sic), cinéfilamente interesante, pero en otros aspectos bastante pobre, en mi modesta opinión, para el alto nivel intelectual que poseen tanto entrevistador como entrevistada; en especial, me parece una boutade absoluta hacer a Cristóbal Colón el abuelo del neoliberalismo, dando por buena esa primera página de la obra de Howard Zinn cargada de prejuicios apriorísticos que cualquier buen historiador debe dejar al margen. Pero regresando al avance cinematográfico ya visto, me impactó especialmente la cifra de que 20.000 españolitos vivían en Edimburgo (incluido uno de mis familiares, mi prima Bea). La ventaja de vivir en el noroeste de Inglaterra, como ya indiqué, es que estoy más o menos a la misma distancia en tren (directo, sin transbordos) de la capital inglesa que de la escocesa. Al mismo tiempo, me urgía tratar de consultar un impreso del siglo XVI para un artículo que estaba entonces acabando. No había podido encontrar un ejemplar de ese libro en la biblioteca con fondo antiguo que más visito, la John Rylands de Manchester, pero sí tenían copias de él en la British Library y en la National Library of Scotland. Así que, puestos a elegir entre Londres y Edimburgo, me animé por todo este cúmulo de circunstancias que comento, sobre todo el documental mencionado, y me dispuse a hacer un viaje relámpago a la ciudad del Forth para pasar el fin de semana y seguir mi tónica habitual de mezclar negocios académicos con placer cervecero

  El periplo a Edimburgo comenzó con el ritual acostumbrado de mis viajes en tren por Gran Bretaña, esto es, profiriendo varios y sonoros exabruptos carpetanovetónicos en recuerdo de la familia de todos los políticos y electores británicos que, con sus votos desquiciados y sus corruptelas habituales, acabaron privatizando la red de ferrocarriles que antaño fue la más efectiva del orbe. Desde entonces, en este país se disfruta no solo de vagones sucios, incómodos y diseñados por un equipo de ingenieros intoxicados por fumar colas de batracios, como el Guarrolino (cualquier parecido de esto con la realidad es ciencia-ficción), sino también de las tarifas más caras de toda Europa. Sumemos a todo esto los típicos extras de la sociedad más clasista del universo, como el carricoche con porquería de comida y bebida (si no tienes pasta para comer, te jodes y bailas), o el wifi carísimo solo para los multimillonarios (o los que estafan a sus empresas) que van en primera clase. Menos mal que los paisajes son agradables y que, desde luego, la ciudad es absolutamente espectacular desde que uno ve las murallas del castillo ya llegando a la estación de Waverley.


  La biblioteca, céntrica y a tiro de piedra de la famosa y turística Royal Mile, también deparó la sorpresa agradable de tener una terraza exterior con sillas y mesitas para tomar café, elemento nada típico en el corazón de Midlothian pero propiciado por este inusualmente benigno invierno británico de 2014 que estamos viviendo. Precisamente en la cafetería de la biblioteca tomé mi primer contacto con la realidad emigrante: la cajera y el camarero eran españoles, como sucedió con los empleados de casi todos los bares y restaurantes que visité.


  Tras adquirir el consabido carnet de investigador, la sala de consulta de manuscritos y libros raros estaba situada en el piso de arriba. El espacio de trabajo es muy agradable: la sala estaba bien equipada y, sobre todo, muy concurrida, en especial si se tiene en cuenta que era un sábado por la mañana temprano y que el sol no es algo que precisamente se vea demasiado por estos pagos a las alturas de noviembre que estábamos.


Uno de los aspectos que más denota el cuidado con que se toman la conservación de los ejemplares en esta biblioteca se encuentra en que todas las mesas de consulta dispogan de estos atriles sintéticos, pensados para que los libros reposen en ellos y así ni la encuadernación se dañe ni los folios internos se descosan por abrirlo demasiado, pues tal riesgo suele ser frecuente cuando se trabaja con libros impresos hace más de cuatro siglos.



 Ya metidos en harina, el primero de los libros que consulté fue un ejemplar del Cancionero general de Hernando del Castillo del año 1573, la obra a la que dediqué mi tesis doctoral y mi primer libro. Por desgracia, mi muy modesto conocimiento de la poesía de finales del siglo XVI no me permite profundizar demasiado en esta edición, que cuenta con valiosos poemas añadidos al final. Son las primeras, las impresas en Valencia (1511 y 1514) y Toledo (1517, 1520 y 1527), las que mejor conozco, pues en ellas se recopila toda la poesía de finales de la Edad Media. Lo curioso del caso es que el elegante tomito que veis abajo fue publicado para aprovechar la demanda de lectura creada por otros españoles en tránsito europeo, tal como los que hoy emigran a Edimburgo: aquellos que habían establecido a fines del XVI su residencia en la hoy ciudad belga de Amberes (donde se imprimió este libro), durante aquellos años de la conocida hegemonía hispánica en Flandes, tal como se puede apreciar en su famoso y literal ayuntamiento.



   Mi interés por esta obra se debe a que estoy trabajando en una futura publicación impresa y una base de datos que tiene como objetivo crear un censo comentado de todos los ejemplares que han llegado a nuestros días del Cancionero general. La primera muestra de esta investigación acaba de salir publicada en este libro, editado por el Seminario de Estudios Medievales Hispánicos en homenaje a mi maestro norteamericano, Charles B. Faulhaber. Por este motivo, cada vez que voy a visitar una biblioteca de fondo antiguo, lo primero que hago es averiguar si tienen ejemplares del Cancionero general; y, si así sucede, los examino a fondo para mi censo, buscando huellas que pasados lectores hayan podido dejar, tales como anotaciones, glosas marginales, a veces tachaduras y expurgos de la censura inquisitorial de libros, para intentar comprender mejor cómo leían esta obra los lectores de la época. El ejemplar escocés, sin embargo, no ha presentado ninguna novedad a este respecto: está muy bien cuidado y en un excelente estado de conservación, pero no hay nada relevante para mi investigación, salvo haber examinado de primera mano un ejemplar más que anotar en el censo.




 El poemario que sí había venido a consultar específicamente lo escribió, curiosamente, un político, gobernador de Baza en los años iniciales del siglo XVI, que tenía aficiones poéticas. Se llamaba Francisco de Castilla y se había criado en la Corte de los Reyes Católicos como hermano de leche del príncipe Juan, el malogrado heredero de los reinos de Castilla y de Aragón. Hacia 1518, Francisco dedicó al todavía por venir Carlos I de España una obra, llamada Teórica de virtudes en coplas, con comentarios añadidos en prosa, que pretendía ser una especie de espejo de príncipes en el que ofrecer buenos consejos al imberbe gobernante para aquilatar la asunción de poderes que estaba a punto de suceder. La importancia del texto estriba en que, una vez desaparecidos los últimos monarcas Trastámara, por primera vez se ofrece un juicio positivo de la figura del rey castellano Pedro I, enemigo de Enrique II de Trastámara. También influye el hecho de que los Castilla, el linaje de Francisco, sean descendientes por vía ilegítima de aquel monarca cruel para unos, justiciero para otros. Como tal vez el lector pueda ya entrever, se vislumbra en estos versos de arte mayor castellano otra de las constantes repetidas en la Historia de España: las dos Españas machadianas, los dos polos opuestos que esquilman los recursos de todos en pos de su enfrentamiento compulsivo. Los tiempos de larga duración, tal como los definió Braudel, presentan estas a veces sorprendentes concomitancias. 




  Cuando acabé de consultarlo me llevé otra sorpresa: se trataba de un volumen facticio, es decir, de varios impresos que han acabado juntos en un mismo libro simplemente porque en algún momento de su devenir alguien ha decidido encuadernarlos juntos. Por lo tanto, al lado de esta obra de Francisco de Castilla figuraba un ejemplar de los tratados de Séneca traducidos al castellano y publicados en 1530.



  Así fue cómo finalizó mi viaje a la capital británica de la España exiliada, donde pude encontrar a centenares de mis compatriotas trabajando, por suerte, en todas partes, una ciudad en la que a cada paso que se da resuena una conversación en español. La ventaja agradable, al menos para quien suscribe, es que los domingos se puede comer paella valenciana auténtica en el Stockbridge Market. Prometo que volveré y esta vez llevaré el estómago vacío para degustarla allí, puesto que hacerlo en España cada día está más complicado. Por lo que respecta a la parte académica del viaje, nada mejor que finalizar con la anotación que un lector de las obras de Séneca encontradas inesperadamente realizó al final de este ejemplar. A mí también.



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